26 de octubre de 2008

Ofelia o No hay Vacantes

El hotel Cayré se complace en recibir a cuanto visitante de nuestra blanca ciudad busque un lugar de descanso que ofrezca manjares culinarios y que se encuentre a poca distancia de los centros culturales. El edificio, construido alrededor de un patio central, cuenta con doce habitaciones, baños adornados con brillantes azulejos y una sala de lectura. Incluso, a un lado de la recepción se exhiben algunas de las telas más finas que la familia Abraham se dedicaba a comerciar hace ya algunas décadas.

Doña Ofelia Abraham, mujer libanesa hasta el tuétano, se mira al espejo desnuda después de bañarse en agua tibia. Derrama en sus dedos la loción de naranja y los conduce sobre sus curvas, bailando, como en los viejos tiempos. Juega con su cabello, lo arremolina con las manos, disfruta olvidarse de las arrugas, de los kilos de mas que cuelgan de sus brazos. Los pechos dispuestos, firmes como siempre. Los labios rojos y carnosos, delirio de amores pasados. Recuerda el día en que su bisabuelo abrió el hotel, hace ya tantos años. Y se encuentra a sí misma más bella que nunca, orgullosa de su porte, del linaje que pesa sobre sus caderas.

En ese momento alguien toca despacio la puerta. Rápidamente se viste con una blusa de lunares y un faldón antiguo. Es Beatriz tras la pared, la joven y morena mucama, quiere saber si le baja el fuego a las lentejas. Ofelia se dirige hacia la cocina, destapa cuidadosamente y decide dejarlas cocer un rato más, hasta las doce.

El amplio comedor es el primero en recibir los incitantes olores del mediodía que emanan de la cocina. Perejil picado, aceite de oliva, cebolla frita y el aroma a ropa húmeda y vieja que sale de las bolsas del trigo molido.

Todas las mañanas, antes de llegar al hotel, Beatriz Cuevas hace una parada en el mercado, donde se surte de todo lo necesario para la cocina del día. Luego de cumplir con aquella labor, llega al edificio y se encarga de fregar los pisos, de tender las camas, de lavar la ropa y secarla al sol en la azotea.

Por ahí de las dos de la tarde Beatriz hace sonar la campana de la comida. Doña Ofelia recibe a todos los huéspedes y los invita a sentarse a la mesa. El almuerzo se disfruta en silencio, platillos con sabor a tierra santa, hierbas y especias árabes, dulces, postrecillos hojaldrados, frutos secos para acompañar el café.

El jardinero se aparece cada tercer día alrededor de las cinco de la tarde. Mientras le ve recortar las orquídeas Ofelia Abraham disfruta compartir una amena plática con alguno de sus huéspedes, en especial con el Doctor Abdala, un amigo de la infancia que visita por un tiempo la ciudad. Hablan de sus padres, del clima, de la política, del tiempo en que viajaron juntos por toda Europa. En otras ocasiones, se ha pasado toda la tarde paseando junto con Salma Dájer por los pasillos del hotel, admirando las pinturas y fotografías de paisajes, del Beirut, de su infancia juntas.

Generalmente, cuando despierta de su siesta Ofelia suele preguntar a Beatriz por los huéspedes, a lo que esta contesta que han de haber salido a algún recital de música en el Peón Contreras, a tomar una champola en El Colón, a turistear por los bajos del Palacio. A Doña Ofelia ya no le gusta salir, dice que ya está muy vieja, que el tráfico y la gente la abruman demasiado, prefiere quedarse en casa, revisando fotos viejas y amarillentas, peinándose al espejo, tarareando canciones de Manzanero, de Eugenia León y Rocío Jurado.

Beatriz cuenta todos los días la misma historia al llegar a casa. Hace unos días Doña Ofelia le pidió que desempolvara las telas de su colección y se pasó el día sacudiendo el algodón y la popelina. Otros días, casi siempre los viernes, el hotel ofrece té rojo y galletitas de mantequilla, lo cual significa el doble de trastes por lavar. El día, pesado y lleno de quehaceres le entumece la espalda al bajarse del camión. Llega a casa, da de cenar a sus tres niños, saluda de un beso cálido a Melchor, su esposo, quien todos los días le habla de un nuevo empleo, de que debe dejar morir a esa vieja sola y en paz, de no contribuir con sus locuras de recuerdos fantasmales, delirantes fantasías. Mamita, ¿no ves que te está enfermando? Vas a quedar igual de loca que esa vieja.

Antes de dormir Ofelia Abraham toma un vaso de leche y se lava los dientes. Al acostarse, apaga la vela en la mesita de noche, contenta de que por un día más el Hotel Cayré siga en pié después de tantos años. Desde su habitación da las buenas noches a todos sus huéspedes. Su voz, desgastada pero sonora recorre los cuartos vacíos del hotel, las camas lisas y frías, los pasillos oscuros llenos de retratos. Y no, no recibe respuesta alguna. Deben ya de estar dormidos, piensa.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

daviiiiiiiiiiiiiiiidddd!!!!!!

woooooooooooooooowwwwwww m enknto tu historia!
me enkntooo!!
m dejaste pensando
y m kede asi :O
lo juroo!
:)amo leer tus cuentesines
continua escribiendo^^

atte.
eri

Anónimo dijo...

me gustoooo muxooo! jajajaja
ahora entiendo el porque de tus preguntas de: díganme apellidos árabes jajaja :P

te quierooooooooooooo adios (:


dB*

Anónimo dijo...

doña ofe :)
dav... 5 palabras
nunca.dejes.de.escribir
y haz lo qe te gustee!
mente en blanco, ¿qué me
gusta? eso! hazloo!!
ia sabes de qe hablo no?
supongo.. jaja tQm*

gragragrace

Anónimo dijo...

amooo tus historias... tieness futuro amigoo...jamass lass desaparescas pk... de tantass historiass puedess aser tu libroo... y seria buenoo yo lo seee

Muss*

mabel_nb dijo...

yo no había escrito aquí?
:)