5 de enero de 2009

Devotamente tuyo
o
Llena eres de Gracia.

Diego regresó a su casa como a los tres días. Se había salido, mandando todo a la chingada y azotando la puerta tras descubrir que su madre había tocado sus cosas. La verdad es que a Doña Florencia se le veía más tranquila. Después de todo no gustaba mucho de tener a la santa muerte viviendo de huésped en su casa. El lugar no era muy grande y cada vez que pasaba por el angosto pasillo bajaba la cabeza o caminaba a tientas para no encontrársela. Su figura oscura, su mirada cínica y su gesto controlador hiceron que después de algunos meses de soportarle, cuando Diego andaba en la calle, envolviera la figurilla con un paño de cocina y la tirara a la basura, pesaba, con todo y velas, inciensos y alguna que otra cosa extraña.
Entonces respiró. Se santiguó. Se le quitó esa insoportable sensación de ser una intrusa, de que alguien le observaba, por fin se sintió en su casa. Barrió y trapeó la entrada, el pasillo, la cocinita y hasta el patio. Su amor de madre le hizo tratar de arreglar el cuarto de Dieguito, sus pantalones tirados, la hamaca mal colgada, la ropa sucia de hace una semana.
Cuando Diego regresó del puesto en el Lucas de Gálvez encontró su cuarto hecho un desastre, todas sus cosas fuera de sitio, y en el pasillo, ya no estaba. Chingada madre, ¿que le hiciste a mis cosas?, ¿crees que soy pendejo? Esta es mí casa, respondió ella. No estoy para soportar que la llenes de cosas diabólicas que te consigues, somos católicos. Pura pendejada que dices vieja, ya no soporto que me chiquees, me largo. No te estoy sacando, hijo. Suéltame, gritó Diego mientras recogía algo de ropa y se salía, azotando la puerta. Los niños gritando, Lupita desde el baño preguntó que pasaba.
No tardó en regresar, contó que se había quedado en casa de un cuate de la Bojórquez. Traía, bajo el brazo un bulto envuelto en periódico. Florencia, al verle a la puerta empezó a llorar y le abrazó gritando ¿Dónde estabas? Sus ojos se paralizaron al ver el paquete que cargaba su hijo. Tranquila, mira qué te traje. Quitó el papel y descubrió una imagen de la Guadalupana medio antigua, empolvada, pero bellísima.
Al siguiente día Doña Florencia tomó el camión hasta el centro para comprarle unas gladiolas a la virgencita. Le consiguió sus veladoras, grandes, blancas y de colores también. Ojala y nos haga un milagrito, pensó. Que nos saquemos el melate. Se pasó toda la tarde decorando el altar, le quedó precioso. Sólo faltaba bendecirla.
El domingo por la mañana Doña Florencia despertó a Diego porque era hora de ir a la misa. Ya estaban sonando la campana. Vieja ya sabes que yo no creo en esas cosas. Pero si hay que llevar a tu virgencita a que la bendiga el padre Antonio. Diego bajó de su hamaca. Mamá, si ya está bendita, para que la bendicen otra vez. ¿Estás seguro? Segurísimo.
Cuando Doña Florencia regresó de la misa con los niños y Lupita había un volchito negro en la puerta, garabateado de aerosol y con los rines de llanta brillantes. Dos hombres, uno más jóven que el otro salían de la casa. Pasaron junto a ellos, le miraron el culo a la Lupita. Cuando se fueron Doña Florencia advirtió a su hijo que no quería ver otra vez extraños en la casa mientras ella no estaba. No son extraños mamá, son unos cuates. Me vale madres hijo, no entran.
La siguiente vez Diego los recibió a la puerta. Quién sabe qué tanta palabrería estaban diciendo, pura grosería. Lupita dijo que uno estaba fumando. Aurita va a ver si se fuma sus nalgadas, con la faja de tu difunto padre le voy a sonar. Mamá pero si ya no soy un niño, puedo hacer lo que se me pegue la gana. Pero vives bajo mi techo y es una orden. Quién sabe quienes sean esos hijos de la chingada pero a mi casa no vuelven. No estaban en tu casa. Me entendiste, no te quieras pasar de vivo.
Un viernes, tarde en la noche, Diego regresó con la cara toda roja y amoratada, le habían pegado duro. Doña Florencia le sorprendió en la madrugada con un trozo de carne sobre el ojo. Mira cómo vienes, ¿quién chingados te dejó así la cara? La sangre le chorreaba e igual tenía la pierna lastimada. Nadie, no te importa. ¿Cómo no me va a importar si soy tu madre?, ¿En qué problemas te metiste hijito? Por el amor de Dios. ¿Fueron esos maleantes verdad? Esos que te vienen a ver. Contéstame. Diego le pidió que no gritara. Vas a despertar a los demás.
Diego no salió a la calle en una semana, faltó al trabajo y no estaba nada bien. Además de lo magullada que le habían dejado la cara tenía miedo, se le veía preocupado. A veces temblaba, nervioso, desesperado y sudaba frío. Doña Florencia le rezaba todas las tardes un rosario o hasta dos a la virgencita. No dejaba que se apagara su veladora y cambiaba las flores cada vez que le sobraba algún dinerito.
El volchito negro volvió a aparecerse, estacionado en la calle de enfrente cada vez más seguido. Los dos hombres mirando hacia la casa. Doña Florencia no dejaba que nadie abriera las ventanas. Regañaba a la lupita cada vez que la cachaba espiando. Se preguntaba quiénes eran, qué querían. Diego no hablaba, no decía una sola palabra. Le acompañaba a veces en las oraciones, callado, simplemente mirando fijamente hacia la imagen. A veces sus ojos se encendían con el reflejo de las veladoras. Dios mío, Virgen santísima, ¿en qué se ha metido mi muchacho?
Pasaron los días, se le veía cada vez más pálido, lánguido, aterrado. Fue cuando llegaron en bola. Eran como cuatro o cinco, todos armados. Traían a la Lupita de los pelos, casi arrastrada, cargando todavía el paño de las tortillas. Le pusieron una pistola en la cabeza. Abrió la puerta. Doña Florencia salió de la cocina y se encontró con su hija gritando en el suelo del pasillo, amenazada. Los niños lloraban.
Fue todo tan rápido. En un instante el mundo se vino de cabeza. Diego se adelantó a su hermana y otra pistola le apuntó a la sien. A ti te andábamos buscando. ¿Dónde tienes el dinero? No lo tengo, tartamudeó Diego y no necesitó decir más. La bala salió disparada, como un latigazo hacia su cabeza, Florencia alcanzó a empujarle y la bala rebotó en el techo, luego en la pared, y luego, como si volase en cámara lenta fue directamente hacia el pecho de la Guadalupana.
El tiempo se detuvo, la figura se hizo añicos, las veladoras cayeron al suelo. Otra bala en el costado de Diego acabó con el silencio. Un grito de dolor, un grito de horror. Soltaron a la Lupita, uno de ellos escupió en el suelo. Y luego, como si repitieran sus pasos, los cuatro o cinco salieron corriendo, perdiéndose en la calle. Doña Florencia cayó sobre el cuerpo de su hijo, gritaba desesperada, no podía respirar. La Lupita pidiendo ayuda, los niños lloraban.
Todavía sigue fresco el recuerdo en la mente de Florencia. Su hijo con el lomo bañado en sangre, su vista anegada en lágrimas, la imagen de la virgencita en el suelo, y entre los restos, entre astillas y la cerámica rota, como diez, quince, veinte bolsitas pequeñas llenas de polvo.
El ruido de la ambulancia taladraba sus oídos, Diego ya no respiraba, Lupita con el paño en la cara, secándose las lágrimas. Las miradas de los vecinos acechando por la puerta. Doña Mireya intentando ayudarle. Medio kilo de tortilla regado por la calle. Diego cerrando los ojos, los niños lloraban.

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