29 de diciembre de 2010

Cenáculo


De todos los oficios existentes, no hay uno que combine mejor lo visceral y lo estético que el de la taxidermia. Quisiera pensar que no estoy loco, pero es imposible negarse. Ante todo, lo que motiva mi relato es la obsesión con el cuadro y su reconstrucción precisa.

Justo al llegar a casa y cruzar el vestíbulo, me sorprende esa tranquilidad con la que nadan los peces. Encendida al fondo de la sala, una larga pecera recrea aquél mundo distante del océano.

Estoy seguro de que todas las cosas continúan en su lugar: los sillones afelpados, los libros, los cuchillos en el cajón, las aspas del ventilador, el vino inmóvil en la botella, la ropa colgada. Únicamente navegan los peces y las manecillas del reloj.

He dedicado largas horas al estudio del cuadro, sentado frente a él, contemplando su misteriosa esencia. Cada línea, cada atisbo de movimiento, perspectivas, escurridizos detalles. Mi metodología debía ser sutil y perfectamente estructurada. Con el paso de los años he formado una colección de bosquejos, cuadernos de notas y enciclopedias de arte.

¿Para qué permitirme errores, si nada me apuraba? Una vez sembrada la idea, era imposible dar marcha atrás.

Miro el reloj. Ya es tarde. No debe tardar en llegar. El número trece, el último: mi pieza final.

Todavía recuerdo el nacimiento de la obsesión. Visito, en la memoria, la casa de mis padres. Lo veo ahí, colgado y polvoriento, sobre la pared del comedor. Vuelvo a nombrar cada una de sus partes como cuando era un niño manipulable, inocente y devoto. No podía despegar la mirada oblicua de sus rostros mientras tomaba el almuerzo.

Debo aceptar, con humildad, que la etapa más difícil ha sido dar con cada parte del rompecabezas. Salir a la calle en busca de mi nueva pieza. Recorrer los parques, las plazas públicas, los edificios de gobierno y hasta los cafés de moda. Todos los rasgos debían ser cumplidos: la tez, el largo del cabello, la complexión e incluso la personalidad.

Miro de nuevo el reloj. Ha pasado la hora acordada. Me llega a enloquecer la marcha del tiempo. Necesito que venga, que no falte a la cita.

A lo largo de los últimos meses he jugado a ser agente de bienes raíces, compañero del gimnasio, individuo en aprietos de fontanería, arquitecto e incluso he repetido el papel más efectivo: el de amante. Todo sea por el arte.

Arreglo un poco las almohadas del sillón. Me siento, intento no ser tan impaciente. La pecera burbujea.

Observo mi hogar: el departamento tiene el tamaño necesario. Sala, cocina, cuarto de baño, recámara y la habitación del fondo, consagrada únicamente al escenario de mi experimento. Es ahí donde está puesta la mesa larga, el mantel blanco y todo el material de trabajo.

Suena el timbre. Un sobresalto. Camino silenciosamente hacia la entrada. Antes de abrir, me acomodo la corbata.

—Pasa —Le digo. —Ponte cómodo.

Es el individuo perfecto: un doble, una reencarnación. Camina hacia la sala, observa la pecera, me parece verlo envuelto en la misma calma del océano.

— ¿Entonces te dedicas a la psicología? —pregunta. Su voz parsimoniosa destroza poco a poco el silencio.

—Así es. Recién acabo de graduarme. ¿Te apetece algo de beber?

Asiente con la cabeza. Su cabello largo cae sobre el rostro barbudo y descuidado. Le ofrezco un vaso de agua.

Nos perdemos entonces en una conversación profunda que tal vez dura algunas horas. Justo lo que él buscaba. En la cocina, la botella de vino espera su momento. Lo sirvo con destreza y vuelvo a su encuentro. No duda en aceptar la copa.

Bebe. Su lengua se desmadeja en frases sin sentido alguno. Dirijo una mano hacia el nacimiento de su muñeca, ni se inmuta. Encuentro el ritmo preciso.

Lo miro, intento penetrar esa cubierta que envuelve sus ojos. Su vista comienza a nublarse y no puedo evitar la sonrisa: el veneno hace efecto y sus latidos disminuyen en picada.

Emprendo con destreza la tarea, como hace doce cuerpos atrás. Arrastro el cadáver hacia la habitación del fondo. Corto, destajo con firmeza, abro en canal el torso. Extraigo, dejo fluir, observo.

Todas las herramientas en su lugar, esperando su momento. Pinzas, bisturís, cuchillos de carnicería, agujas, frascos con etiquetas de calaveras y tibias entrecruzadas.

Dedico noches enteras a la transformación del personaje. La locura, algunas veces, se manifiesta de manera paciente y perfeccionista.

Procedo a limpiarle, a recorrer las cavernas del cuerpo. Percibo la invasión del eco. Cambio la carne viva por relleno silencioso. Cubro de líquidos, soluciones acuosas, ácidos, conservadores. Tiño, corto de nuevo, suturo, aplico maquillaje, visto.

Contemplo a la pieza final. Consultando los bosquejos, logro acomodarle en la posición precisa. La extensión de los brazos, la mirada solemne, el punto focal. Toda la mesa reunida en su nombre.

Al finalizar, tomo un baño con agua caliente. El vapor despierta cada uno de mis músculos. Me aseo las manos ensangrentadas, vigilo que no quede rastro alguno entre mis uñas, me rasuro la barba y encuentro mi rostro en el espejo.

Justo antes de dormir doy de comer a los peces, tomo una cena ligera y visito la habitación del fondo. Ahí está, vivo y presente, el cuadro en sus dimensiones más exactas. Todos a la mesa, participando en una entrega ciega, casi mística.

Apago una a una las luces del departamento. Ya en la cama, bajo el universo creado por las sábanas, imagino que en mi ausencia se mueven, se miran las caras, secretean, comparten el pan. Tan inmortales como les fue prometido.

2 comentarios:

Gerardo OsO dijo...

Mi muy estimado David...qué pedazo de texto...si bien hubieran "cositas" que mejorar, en mi opinión, tales como que si ya le diste una completa obsesión por las cosas tienes a un sujeto que busca la perfección y ya no es creíble la escena casi grotesca que planteas cuando diseca el cuerpo, al contrario, buscaría la pulcritud de cada cosa utilizaría los instrumentos correctos - no los de un carnicero - y la disección sería como mandan los cánones ...pero por lo demás...muy buena idea y muy buen texto...poquito predecible, pero genial.

EL ALEPH dijo...

fantastico!