31 de mayo de 2011

el pozo

Tú no tomas en cuenta el río y sus avenidas, el sonar de las campanas, ni los gritos. No has estado tratando, siempre, de saber qué significan, juntas en el mundo, las cosas inexplicables, las cosas terribles, las cosas dulces.

Inés Arredondo.

A pesar de mi insistencia Ariana compró aquella casa. Se encontraba a unos minutos de la ciudad, cerca de un viejo poblado. La hierba cubría las ruinas de una antigua residencia campestre, la maleza lo invadía todo. Confieso que tenía algo que atrapaba, una atmósfera inquietante. Desde la carretera se veían los amplios ventanales, muchos, todos observando hacia la nada. Aún en su estado añejo y derruido, el edificio parecía estar lleno de vida.

Nos mudamos enseguida; Ariana, yo y Teseo, nuestro obeso maltés, el único ser que pudimos criar y que la acompañaba siempre, a todas partes. Yo no lo soportaba, su presencia me irritaba y sus ladridos chillones desgarraban mi oído interior. Tras la muerte de sus padres, Ariana no quería pasar ni un momento sola, pero tendría que irse acostumbrando.

Ariana se encargó de las múltiples remodelaciones. Al fondo, encontró el lugar ideal para sembrar árboles frutales, buganvilias y una enredadera que muy pronto se extendió por todo el patio. Las paredes se revistieron de colores frescos, las ventanas de cortinas nuevas y la azotea acogió tejas de barro cocido. Pronto, la casa quedó convertida en un remanso habitable. De no ser por el pozo, la finca hubiera sido el hogar perfecto.

Me aterraba el pasillo que unía la cocina con el ala de los cuartos. Justo ahí habitaba el pozo. Bajo un enorme candil, rodeado por la escalera de caracol, existía de manera inexplicable aquél resto de una antigua y funcional noria. ¿Qué habría sido aquél lugar? Durante el día soplaba un viento acogedor, pero al caer la noche se instalaban las sombras al compás de una calma escalofriante.

¿Por qué no lo sellamos? —dije una y otra vez­. Pero lo único que conseguí fue que me dejara ponerle un pretil sobre el borde, por seguridad. Mientras que a mí me producía una extraña incomodidad, a Ariana parecía alucinarle la presencia del pozo. ¿Por qué no deshacernos de aquél túnel?

Cada vez que caminaba a la cocina, era inevitable no mirar hacia el pozo, hacia adentro. Al principio me devolvía una mirada turbia, del color del añil. Después de un rato, cuando mi vista se aclaraba, podía ver el agua hasta el fondo, límpida, lejos de la superficie.

Lo que empezó como una última aventura, la ilusión de un mundo nuestro, la fantasía, se convirtió en un edificio desconocido, con techos altos de cuyas esquinas nacía la oscuridad.

En ocasiones me perdía al pasear la casa. De tan grande, olvidaba los recodos, los pasillos, perdía la cuenta de los ventanales. Pensaba que nunca tendríamos tantos huéspedes como para llenar las habitaciones, a veces no recordaba en cuál de ellas me encontraba. Los roperos y las cortinas olían a naftalina, a des-tiempo, a olvido. Las losetas de pasta, con sus motivos florales, se repetían una y otra vez sobre el suelo, guiando mis pasos. Solía dejar libros en diferentes cuartos y luego jugaba a encontrarlos, mas siempre fallaba. Pensé que si Ariana me llamaba desde el otro extremo de la casa, no podría oírla. Pero nunca lo hizo.

Para no sentirme un mueble más de la mudanza, preferí pasar más tiempo fuera del lugar. Dejé que el trabajo me consumiera. Ariana, jubilada y con pocas amigas, gastaba las horas desempacando cajas, acariciando a Teseo, reacomodando adornos o jugando a las cartas. Raras veces regaba el jardín, pero cuando lo hacía podía tardarse en cada planta lo necesario como para hacer un lodazal y que sus pies se ennegrecieran.

Tarde en la noche, cuando llegaba cansado y distraído, Ariana estaba ya dormida o ensimismada en labores de costura. La encontraba sentada en su sillón preferido, con un ovillo de lana o la tablilla para el gancho entre las manos. Hacía nudos intrincados, movía la aguja con una habilidad casi arácnida. El perro dormía junto a sus pies.

La relación se entibió y las cosas empezaron a fallar. El microondas, la lavadora, la secadora de cabello. De la nada o de algún todo profundo comenzaron a aparecer más y más habitaciones. Descubría una puerta y me encontraba con un baño, salía a una terraza interior, divisaba una escalera que me llevaba de nuevo hasta la biblioteca, abría una puerta más que me devolvía al pasillo del pozo. Comencé a frecuentar a una mujer, Minerva, debido a la frialdad del matrimonio. Al principio todo lo atribuí a la normalidad, al hastío de cualquiera, pero cuando apareció el primer intruso, los acontecimientos tuvieron culpable.

Una noche, un sonido –más bien, un extraño batir de alas- me despertó abruptamente de un sueño escabroso. Me incorporé, caminé a tientas sobre el suelo helado hacia la puerta y la abrí sin soltar la perilla. Desde el suelo, a lo lejos, observé un par de esferas brillantes. En la oscuridad se dibujaron las paredes del pozo. Una extraña fuerza me llevó a consultar el fondo que, para mi sorpresa, estaba lleno de cientos, miles de ojos, que traspasaban la superficie del agua negra con sus inmensas pupilas verdes, azules, grises(*). Ahogué un grito y parpadeé. No podía distinguir cuál de ellos me miraba más amenazadoramente. El miedo me llevó a retroceder a prisa, llegar al cuarto, cerrar, cerrar la puerta. No había más explicación que el sueño y la locura.

Desde ese encuentro, los sonidos invadieron la casa. No volví a dormir. Buscaba en las noches la piel de Ariana y me encontraba con un cuerpo, un cuerpo que yacía a mi lado. En la duermevela de las noches siguientes escuché chillidos, serpenteos que venían de las tuberías, golpes de minúsculas patas. Cuando el pozo quería asustarme aún más, eructaba una burbuja negra que las paredes repicaban. Ariana dormía plácidamente, las hebras de su cabello como hilos de viento inasible, la luna delineando su figura. Intenté dormir lejos del pozo, pero los sonidos se volvían cada vez más fuertes.

Ariana agazapada, aferrada al pretil del pozo, absorta, hipnotizada, seducida. Ariana en mis sueños, lejana, a punto de saltar. El instante en que cae, el golpe, los ojos.

Empezaron a cambiar las cosas del lugar, aparecieron mordiscos en las enredaderas y en los mangos del patio. Los cuartos se llenaron de sombras sigilosas. No fue hasta que creí ver una pequeña cola, escamosa, desaparecer por el lavabo, que acepté que no estábamos solos. Mi imaginación se disparó. Llegué a la conclusión de que el pozo albergaba a los intrusos, fueran lo que fueran; que vivíamos encima de un cuerpo, de una alberca cuya boca llegaba a nuestro pasillo. Nuestro. El instante en que caía. Caer. Lo que hacen el miedo y la fobia.

Encontramos el cadáver de Teseo en una de las últimas recámaras. Todo el suelo estaba cubierto de sangre coagulada. El perro, lo que quedaba de él, yacía carcomido, cubierto de pequeñas y profundas mordidas. Lo enterré, con cierto alivio, al fondo del patio. Ariana lloraba desconsoladamente. El jardín era un mausoleo de árboles marchitos.

El golpe, los ojos. La pregunta: ¿Qué había dentro? La respuesta: me encerraba, me hacía pensar en túneles subterráneos, en pasadizos lamosos, en torrentes de fluido negro.

Intenté convencer a Ariana de acabar con el tormento. Ante su indiferencia y aparente incomprensión, mandé fumigar el patio, poner veneno en los rincones, clausurar la parte norte de la casa. Mantuve al plomero al borde de la tortura, revisando una a una las salidas de agua. Todo fue en vano. Ariana me observaba, incrédula, aunque yo tenía por seguro que sabía.

La última noche que vi a Ariana tardé mucho en encontrarle. Llegué tarde como de costumbre y comencé a llamarla. Mi voz resonó sobre las paredes, la sentí recorrer los pasillos. La cocina estaba vacía, su cama tendida, el jardín desolado. Ella nunca dejaba la casa. Busqué por todos lados hasta que, en un acto de súbita memoria, decidí asomarme al pozo. No veía nada, no distinguía nada dentro.

Una extraña superstición me llevó a buscar una linterna. Temblando, volví ante la boca del pozo y el rayo de su luz atravesó la película del agua. Sentada, con los ojos bien abiertos y los cabellos flotando como serpientes, Ariana yacía al fondo del pozo. Proferí un grito de horror. Lentamente, el cuerpo de Ariana fue arrastrado por la corriente del pozo, como si una fuerza la arrastrara hacia adentro.

Los siguientes días reinó la calma en toda la casona. No hubo sombras ni sonidos, ni presencias. Horrorizado y ante la imposibilidad de recuperar su cuerpo, estuve horas mirando hacia la infinidad del pozo, bañado en lágrimas inconsolables. Me preguntaba si el pozo le había devuelto la misma mirada que a mí. Ariana en mis sueños, lejana, a punto de saltar. Ariana ingerida por el pozo.

Tomé todo lo que debía conservar y abandoné la finca. He vuelto al ajetreo de la ciudad, a las calles y las prisas. Tal vez nunca debí salir. Hoy no puedo olvidarme de aquél sueño, uno que no se borra de mi mente, como lo haría cualquier otro sueño que se desmorona al abrir los ojos. Me persigue, me circunda. Ariana agazapada, aferrada al pretil del pozo, absorta, hipnotizada, seducida. Los ladridos, el rechinar de los dientes, la sangre. Me acerqué al pozo, vi a Ariana de espaldas y sonreí, sentí mi boca transformarse. Lo que hacen el miedo y la fobia. Puse mis manos sobre su espalda y la empujé con tal fuerza que se volcó sobre la boca del túnel y cayó, azotando su cabeza contra el paladar del pozo. El instante en que cae, el golpe, los ojos.

En ocasiones, tan solo para torturarme, regreso al inicio del sendero que lleva hacia la finca y observo a lo lejos la maleza reverdecida, los árboles que han vuelto a florecer, la mirada de los amplios ventanales. Reconozco, ahora sí, el lugar exacto donde empieza el pozo y existen sus malignos habitantes.

(*) El hipertexto pertenece a la novela LA CRESTA DE ILIÓN, de Cristina Rivera Garza.

2 comentarios:

Unknown dijo...

felicidades david :)

Anónimo dijo...

Gerala siempre un paso adelante. David, no me dijiste que ya lo habias subido... :) lo leeré. Alice :)